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lunes, 23 de marzo de 2020

Experiencia y pasión

Por Jorge Larrosa

"En el combate entre tú y el mundo, secunda al mundo". Franz kafka.

La educación suele pensarse desde el punto de vista de la relación entre ciencia y técnica o, a veces, desde el punto de vista de la relación entre teoría y práctica. Si el par ciencia/técnica remite a una perspectiva positivista y cosificadora, el par teoría/práctica remite más bien a una perspectiva política y crítica. De hecho, sólo en esa última perspectiva tiene sentido la palabra “reflexión” y expresiones como “reflexión crítica”, “reflexión sobre la práctica o en la práctica”, “reflexión emancipadora”, etc.. Si en la primera alternativa, las personas que trabajan en educación son construidas como sujetos técnicos que aplican con mayor o menor eficacia las diversas tecnologías pedagógicas diseñadas por los científicos, los tecnólogos y los expertos, en la segunda alternativa, esas mismas personas aparecen como sujetos críticos que, armados de distintas estrategias reflexivas, se comprometen con mayor o menor éxito en prácticas educativas concebidas la mayoría de las veces desde una perspectiva política. Todo esto es suficientemente conocido, puesto que en las últimas décadas el campo pedagógico ha estado escindido entre los así llamados tecnólogos y los así llamados críticos, entre los partidarios de la educación como ciencia aplicada y los partidarios de la educación como praxis política, y no voy a abundar en la discusión.

Lo que voy a proponer aquí es la exploración de otra posibilidad digamos que más existencial (sin ser existencialista) y más estética (sin ser esteticista), a saber, pensar la educación desde la experiencia.

Y eso desde el convencimiento de que las palabras producen sentido, crean realidad y, a veces, funcionan como potentes mecanismos de subjetivación. Yo creo en el poder de las palabras, en la fuerza de las palabras, en que nosotros hacemos cosas con palabras y, también, en que las palabras hacen cosas con nosotros. Las palabras determinan nuestro pensamiento porque no pensamos con pensamientos sino con palabras, no pensamos desde nuestra genialidad, o desde nuestra inteligencia, sino desde nuestras palabras. Y pensar no es sólo “razonar” o “calcular” o “argumentar”, como nos han dicho una y otra vez, sino que es sobre todo dar sentido a lo que somos y a lo que nos pasa. Y eso, el sentido o el sinsentido, es algo que tiene que ver con las palabras. Y, por tanto, también tiene que ver con las palabras el modo como nos colocamos ante nosotros mismos, ante los otros, y ante el mundo en el que vivimos. Y el modo como actuamos en relación a todo eso. Todo el mundo sabe que Aristóteles definió al hombre como zôon lógon échon. Pero la traducción de esa expresión no es tanto “animal dotado de razón” o “animal racional” como “viviente dotado de palabra”. Si hay una traducción que realmente traiciona en el peor sentido de la palabra, esa es justamente la traducción de logos por ratio. Y la transformación de zôon, viviente, en animal. El hombre es un viviente de palabra. Y eso no significa que el hombre tenga la palabra, o el lenguaje, como una cosa, o como una facultad, o como una herramienta, sino que el hombre es palabra, que el hombre es en tanto que palabra, que todo lo humano tiene que ver con la palabra, se da en la palabra, está tejido de palabras, que el modo de vivir propio de ese viviente que es el hombre se da en la palabra y como palabra. Por eso actividades como atender a las palabras, criticar las palabras, elegir las palabras, cuidar las palabras, inventar palabras, jugar con las palabras, imponer palabras, prohibir palabras, transformar palabras, etc. no son actividades hueras o vacías, no son meras palabrarerías. Cuando hacemos cosas con las palabras, de lo que se trata es de cómo damos sentido a lo que somos y a lo que nos pasa, de cómo ponemos juntas las palabras y las cosas, de cómo nombramos lo que vemos o lo que sentimos, y de cómo vemos o sentimos lo que nombramos.

Nombrar lo que hacemos, en educación o en cualquier otro lugar, como técnica aplicada, como praxis reflexiva o como experiencia no es sólo una cuestión terminológica. Las palabras con las que nombramos lo que somos, lo que hacemos, lo que pensamos, lo que percibimos o lo que sentimos son más que simplemente palabras. Y por eso las luchas por las palabras, por el significado y por el control de las palabras, por la imposición de ciertas palabras y por el silenciamiento o la desactivación de otras, son luchas en los que se juega algo más que simplemente palabras, algo más que sólo palabras.

La destrucción de la experiencia.

Comenzaré con la palabra “experiencia”. Podríamos decir, para empezar, que la experiencia es “lo que nos pasa”. En portugués se diría que la experiencia es “aquilo que nos acontece”, en francés la experiencia sería “ce que nous arrive”, en italiano “quello che nos succede” o “quello che nos accade”, en inglés “that what is happenig to us”.

La experiencia es lo que nos pasa, o lo que nos acontece, o lo que nos llega. No lo que pasa, o lo que acontece, o lo que llega, sino lo que nos pasa, o nos acontece, o nos llega. Cada día pasan muchas cosas pero, al mismo tiempo, casi nada nos pasa. Se diría que todo lo que pasa está organizado para que nada nos pase. Ya Walter Benjamin, en un texto célebre, certificaba la pobreza de experiencias que caracteriza a nuestro mundo. Nunca han pasado tantas cosas, pero la experiencia es cada vez más rara.

En primer lugar por exceso de información. La información no es experiencia. Es más, la información no deja lugar para la experiencia, es casi lo contrario de la experiencia, casi una antiexperiencia. Por eso el énfasis contemporáneo en la información, en estar informados, y toda la retórica destinada a constituirnos como sujetos informantes e informados, no hace otra cosa que cancelar nuestras posibilidades de experiencia. El sujeto de la información sabe muchas cosas, se pasa el tiempo buscando información, lo que más le preocupa es no tener bastante información, cada vez sabe más, cada vez está mejor informado, pero en esa obsesión por la información y por el saber (pero por el saber no en el sentido de “sabiduría” sino en el sentido de “estar informado”) lo que consigue es que nada le pase. Lo primero que me gustaría decir sobre la experiencia es que hay que separarla de la información. Y lo primero que me gustaría decir del saber de experiencia es que hay que separarlo del saber cosas al modo de tener información, de estar informados. Y es la lengua misma la que nos da esa posibilidad. Después de asistir a una clase, o a una conferencia, después de haber leído un libro, o un informe, después de haber hecho un viaje, o de haber visitado una escuela, uno puede decir que sabe cosas que antes no sabía, que tiene más información que antes sobre tal o cual cosa, pero, al mismo tiempo, puede decir también que no le ha pasado nada, que no le ha llegado nada, que con todo lo que ha aprendido, nada le ha sucedido o le ha acontecido.

 Además, seguramente habrán oído ustedes eso de que vivimos en la “sociedad de la información”. Y se habrán dado cuenta de que esa extraña expresión de “sociedad de la información” funciona a veces como sinónimo de “sociedad del conocimiento” o, incluso, de “sociedad del aprendizaje”. No deja de ser curiosa la intercambiabilidad de los términos “información”, “conocimiento” y “aprendizaje”.

Como si el conocimiento se diera bajo el modo de la información, y como si aprender no fuera otra cosa que adquirir y procesar información. Y no deja de ser interesante también que las viejas metáforas organicistas de lo social, que tanto juego dieron a los totalitarismos del siglo pasado, estén siendo sustituídas por metáforas cognitivas, seguramente igual de totalitarias, aunque revestidas ahora de un look liberal y democrático. Independientemente de que sea urgente problematizar ese discurso que se está instalando apenas sin crítica, cada día más profundamente, y que piensa la sociedad como un mecanismo de procesamiento de información, lo que yo quisiera dejar apuntado aquí es que una sociedad constituída bajo el signo de la información es una sociedad donde la experiencia es imposible.

En segundo lugar, la experiencia es cada vez más rara por exceso de opinión. El sujeto moderno es un sujeto informado que además opina. Es alguien que tiene una opinión presuntamente personal y presuntamente propia y a veces presuntamente crítica sobre todo lo que pasa, sobre todo aquello de lo que tiene información. Para nosotros, la opinión, como la información, se ha convertido en un imperativo.

Nosotros, en nuestra arrogancia, nos pasamos la vida opinando sobre cualquier cosa sobre la que nos sentimos informados. Y si alguien no tiene opinión, si no tiene una posición propia sobre lo que pasa, si no tiene un juicio preparado sobre cualquier cosa que se le presente, se siente en falso, como si le faltara algo esencial. Y piensa que tiene que hacerse una opinión. Después de la información, viene la opinión. Pero la obsesión por la opinión también cancela nuestras posibilidades de experiencia, también hace que nada nos pase.

Benjamin decía que "el periodismo es el gran dispositivo moderno para la destrucción generalizada de la experiencia. El periodismo destruye la experiencia, de eso no hay duda, y el periodismo no es otra cosa que la alianza perversa de información y opinión. El periodismo es la fabricación de información y la fabricación de opinión. Y cuando la información y la opinión se sacralizan, cuando ocupan todo el espacio del acontecer, entonces el sujeto personal no es ya otra cosa que el soporte informado de la opinión individual, y el sujeto colectivo, ese que tenía que hacer la historia según los viejos marxistas, no es otra cosa que el soporte informado de la opinión pública". Es decir, un sujeto fabricado y manipulado por los aparatos de información y de opinión, un sujeto incapaz de experiencia. Y eso, el que el periodismo destruye la experiencia, es algo más profundo y más general que lo que se derivaría del efecto de los medios de comunicación de masas sobre la conformación de nuestras conciencias.

El par información-opinión es muy general y permea también, por ejemplo, nuestra idea del aprendizaje, incluso de lo que los pedagogos y los psicopedagogos llaman “aprendizaje significativo”. Desde bien pequeños hasta la Universidad, a lo largo de toda nuestra travesía por los aparatos educativos, estamos sometidos a un dispositivo que funciona de la siguiente manera: primero hay que informarse y, después, hay que opinar, hay que dar una opinión obviamente propia, crítica y personal sobre lo que sea. Eso, la opinión, sería como la dimensión “significativa” del así llamado “aprendizaje significativo”. La información sería como lo objetivo y la opinión sería como lo subjetivo, sería como nuestra reacción subjetiva ante lo objetivo. Además, como tal reacción subjetiva, es una reacción que se nos ha hecho automática, casi refleja: se nos informa de cualquier cosa y nosotros opinamos. Y ese “opinar” se reduce, en la mayoría de las ocasiones, a estar a favor o en contra.

Con lo cual nos hemos convertido ya en sujetos competentes para responder como Dios manda a las preguntas de los profesores que, cada vez más, se parecen a las comprobaciones de información y a las encuestas de opinión. Dígame usted lo que sabe, dígame con qué información cuenta, y añada a continuación su opinión: eso es el dispositivo periodístico del saber y del aprendizaje, el dispositivo que hace imposible la experiencia.

En tercer lugar, la experiencia es cada vez más rara por falta de tiempo. Todo lo que pasa, pasa demasiado deprisa, cada vez más deprisa. Y con ello se reduce a un estímulo fugaz e instantáneo que es sustituido inmediatamente por otro estímulo o por otra excitación igualmente fugaz y efímera. El acontecimiento se nos da en la forma del shock, del choque, del estímulo, de la sensación pura, en la forma de la vivencia instantánea, puntual y desconectada. La velocidad en que se nos dan los acontecimientos y la obsesión por la novedad, por lo nuevo, que caracteriza el mundo moderno, impide su conexión significativa. Impide también la memoria puesto que cada acontecimiento es inmediatamente sustituído por otro acontecimiento que igualmente nos excita por un momento, pero sin dejar ninguna huella. El sujeto moderno no sólo está informado y opina, sino que es también un consumidor voraz e insaciable de noticias, de novedades, un curioso impenitente, eternamente insatisfecho. Quiere estar permanentemente excitado y se ha hecho ya incapaz de silencio. Y la agitación que le caracteriza también consigue que nada le pase. Al sujeto del estímulo, de la vivencia puntual, todo le atraviesa, todo le excita, todo le agita, todo le choca, pero nada le pasa. Por eso la velocidad y lo que acarrea, la falta de silencio y de memoria, es también enemiga mortal de la experiencia.

En esa lógica de destrucción generalizada de la experiencia, estoy cada vez más convencido de que los aparatos educativos también funcionan cada vez más en el sentido de hacer imposible que alguna cosa nos pase. No sólo, como he dicho antes, por el funcionamiento perverso y generalizado del par información-opinión, sino también por la velocidad. Cada vez estamos más tiempo en la escuela (y la Universidad y los cursos de formación del profesorado forman parte de la escuela) pero cada vez tenemos menos tiempo. Ese sujeto de la formación permanente y acelerada, de la constante actualización, del reciclaje sin fin, es un sujeto que usa el tiempo como un valor o como una mercancía, un sujeto que no puede perder tiempo, que tiene siempre que aprovechar el tiempo, no sea que se quede rezagado de alguna cosa, no sea que no pueda seguir el paso veloz de lo que pasa, no sea que se quede atrás, pero que por eso mismo, por esa obsesión por seguir el curso acelerado del tiempo, ya no tiene tiempo. Y en la escuela el curriculum se organiza en paquetes cada vez más numerosos y más cortos. Con lo cual, también en educación estamos siempre acelerados y nada nos pasa.

En cuarto lugar, la experiencia es cada vez más rara por exceso de trabajo. Este punto me parece importante porque a veces se confunde experiencia con trabajo.

Existe un cliché según el cual en los libros y en los centros de enseñanza se aprende la teoría, el saber que viene de los libros y de las palabras, y en el trabajo se adquiere la experiencia, el saber que viene del hacer, o de la práctica como se dice ahora. Cuando se redacta el curriculum, se distingue entre formación académica y experiencia laboral. Y he oído hablar de una cierta tendencia aparentemente progresista en el campo educativo que, después de criticar el modo como nuestra sociedad privilegia los aprendizajes académicos, pretende implantar y homologar formas de acreditación de la experiencia y del saber de experiencia adquirido en el trabajo. Por eso estoy especialmente interesado en distinguir entre experiencia y trabajo y, además, en criticar cualquier acreditación de la experiencia, cualquier conversión de la experiencia en crédito, en mercancía, en valor de cambio.

Mi tesis no es sólo que la experiencia no tiene nada que ver con el trabajo sino, más aún, que el trabajo, esa modalidad de relación con las personas, con las palabras y con las cosas que llamamos trabajo, es también enemiga mortal de la experiencia.

El sujeto moderno, además de ser un sujeto informado que opina, además de estar permanentemente agitado y en movimiento, es un ser que trabaja, es decir, que pretende conformar el mundo, tanto el mundo “natural” como el mundo “social” y “humano”, tanto la “naturaleza externa” como la “naturaleza interna”, según su saber, su poder y su voluntad. El trabajo es toda la actividad que se deriva de esa pretensión. El sujeto moderno está animado por una portentosa mezcla de optimismo, de progresismo y de agresividad: cree que puede hacer todo lo que se proponga (y que si no puede, algún día lo podrá) y para ello no duda en destruir todo lo que percibe como un obstáculo a su omnipotencia. El sujeto moderno se relaciona con el acontecimiento desde el punto de vista de la acción. Todo es un pretexto para su actividad. Siempre se pregunta qué es lo que puede hacer. Siempre está deseando hacer algo, producir algo, modificar algo, arreglar algo.

Independientemente de que ese deseo esté motivado por la buena voluntad o por la mala voluntad, el sujeto moderno está atravesado por un afán de cambiar las cosas.

Y en eso coinciden los ingenieros, los políticos, los fabricantes, los médicos, los arquitectos, los sindicalistas, los periodistas, los científicos, los pedagogos y todos aquellos que se plantean su existencia en términos de hacer cosas. Nosotros no sólo somos sujetos ultrainformados, rebosantes de opiniones, y sobreestimulados, sino que somos también sujetos henchidos de voluntad e hiperactivos. Y por eso, porque siempre estamos queriendo lo que no es, porque estamos siempre activos, porque estamos siempre movilizados, no podemos pararnos. Y, al no poder pararnos, nada nos pasa.

La experiencia, la posibilidad de que algo nos pase, o nos acontezca, o nos llegue, requiere un gesto de interrupción, un gesto que es casi imposible en los tiempos que corren: requiere pararse a pensar, pararse a mirar, pararse a escuchar, pensar más despacio, mirar más despacio y escuchar más despacio, pararse a sentir, sentir más despacio, demorarse en los detalles, suspender la opinión, suspender el juicio, suspender la voluntad, suspender el automatismo de la acción, cultivar la atención y la delicadeza, abrir los ojos y los oídos, charlar sobre lo que nos pasa, aprender la lentitud, escuchar a los demás, cultivar el arte del encuentro, callar mucho, tener paciencia, darse tiempo y espacio.

El sujeto de la experiencia.

Hasta aquí la experiencia y la destrucción de la experiencia, vamos ahora con el sujeto de la experiencia, con ese sujeto que no es el sujeto de la información, o de la opinión, o del trabajo, que no es el sujeto del saber, o del juzgar, o del hacer, o del poder, o del querer. Si escuchamos en español, en esa lengua en la que la experiencia es lo que nos pasa, el sujeto de experiencia sería algo así como un territorio de paso, de pasaje, algo así como una superficie de sensibilidad en la que lo que pasa afecta de algún modo, produce algunos afectos, inscribe algunas marcas, deja algunas huellas, algunos efectos. Si escuchamos en francés, donde la experiencia es “ce que nous arrive”, el sujeto de experiencia es un punto de llegada, como un lugar al que le llegan cosas, como un lugar que recibe lo que le llega y que, al recibirlo, le da lugar. Y en portugués, en italiano y en inglés, donde la experiencia suena como “aquilo que nos acontece”, “nos succede” o “happen to us”, el sujeto de experiencia es más bien un espacio donde tienen lugar los acontecimientos, los sucesos.

En cualquier caso, sea como territorio de paso, como lugar de llegada o como espacio del acontecer, el sujeto de la experiencia se define no tanto por su actividad como por su pasividad, por su receptividad, por su disponibilidad, por su apertura.

Pero se trata de una pasividad anterior a la oposición entre lo activo y lo pasivo, de una pasividad hecha de pasión, de padecimiento, de paciencia, de atención, como una receptividad primera, como una disponibilidad fundamental, como una apertura esencial.

El sujeto de experiencia es un sujeto ex-puesto. Desde el punto de vista de la experiencia, lo importante no es ni la posición (nuestra manera de ponernos), ni la oposición (nuestra manera de oponernos), ni la im-posición (nuestra manera de imponernos), ni la pro-posición (nuestra manera de proponernos), sino la exposición, nuestra manera de ex-ponernos, con todo lo que eso tiene de vulnerabilidad y de riesgo. Por eso es incapaz de experiencia el que se pone, o se opone, o se impone, o se propone, pero no se ex-pone. Es incapaz de experiencia aquél a quien nada le pasa, a quien nada le acontece, a quien nada le sucede, a quien nada le llega, a quien nada le afecta, a quien nada le amenaza, a quien nada le hiere.

Vamos ahora con lo que nos enseña la misma palabra experiencia. La palabra experiencia viene del latín experiri, probar. La experiencia es en primer término un encuentro o una relación con algo que se experimenta, que se prueba. El radical es periri, que se encuentra también en periculum, peligro. La raíz indo-europea es per, con la cual se relaciona primero la idea de travesía y, secundariamente, la idea de prueba. En griego hay numerosos derivados de esa raíz que marcan la travesía, el recorrido, el pasaje: peirô, atravesar; pera, más allá; peraô, pasar a través; perainô, ir hasta el final; peras, límite. Y en nuestras lenguas todavía hay una hermosa palabra que tiene ese per griego de la travesía: la palabra peiratês, pirata. El sujeto de la experiencia tiene algo de ese ser fascinante que se expone atravesando un espacio indeterminado y peligroso, poniéndose en él a prueba y buscando en él su oportunidad, su ocasión. La palabra experiencia tiene el ex del exterior, del extranjero, del exilio, de lo extraño, y también el ex de la existencia. La experiencia es el pasaje de la existencia, el pasaje de un ser que no tiene esencia o razón o fundamento, sino que simplemente ex-iste de una forma siempre singular, finita, inmanente, contingente. En alemán experiencia es Erfahrung, que tiene el fahren de viajar. Y del antiguo altoalemán fara también deriva Gefahr, peligro y gefährden, poner en peligro. Tanto en las lenguas germánicas como en las latinas, la palabra experiencia contiene inseparablemente la dimensión de travesía y de peligro.

Experiencia y pasión.

Si la experiencia es lo que nos pasa, y si el sujeto de experiencia es un territorio de paso, entonces la experiencia es una pasión. La experiencia no puede captarse desde una lógica de la acción, desde una reflexión del sujeto sobre sí mismo en tanto que sujeto agente, desde una teoría de las condiciones de posibilidad de la acción, sino desde una lógica de la pasión, desde una reflexión del sujeto sobre sí mismo en tanto que sujeto pasional. Y la palabra “pasión” puede referirse a varias cosas.

Primero, a un sufrimiento o a un padecimiento. En el padecer no se es activo, pero tampoco se es simplemente pasivo. El sujeto pasional no es agente, sino paciente, pero hay en la pasión como un asumir los padecimientos, como un vivir, o experimentar, o soportar, o aceptar, o hacerse cargo del padecer que no tiene nada que ver con la mera pasividad. Como si el sujeto pasional hiciese algo con el hacerse cargo de su pasión. A veces incluso algo público, o político, o social, como un testimonio público de algo, o una prueba pública de algo, o un martirio público en nombre de algo, aunque ese “público” se dé en la más estricta soledad, en el más completo anonimato.

“Pasión” puede referirse también a una cierta heteronomía o a una cierta responsabilidad en relación con el otro que sin embargo no es incompatible con la libertad o con la autonomía. Aunque se trata, naturalmente, de otra libertad y de otra autonomía que la del sujeto independiente que se determina a sí mismo. La pasión funda más bien una libertad dependiente, determinada, vinculada, obligada incluso, fundada no en ella misma sino en una aceptación primera de algo que está fuera de mí, de algo que no soy yo y que por eso justamente es capaz de apasionarme.

Y “pasión” puede referirse, por último, a la experiencia del amor, al amor-pasión occidental, cortesano, caballeresco, cristiano, pensado como posesión y hecho de un deseo que permanece deseo y que quiere permanecer deseo, pura tensión insatisfecha, pura orientación hacia un objeto siempre inalcanzable. En la pasión, el sujeto apasionado no posee el objeto amado sino que es poseído por él. Por eso el sujeto pasional no está en sí, en lo propio, en la posesión autártica de sí mismo, en el autodominio, sino que está fuera de sí, dominado por lo otro, cautivado por lo ajeno, alienado, enajenado.

En la pasión se da una tensión entre libertad y esclavitud en el sentido de que lo que quiere el sujeto pasional es, precisamente, estar cautivado, vivir su cautiverio, su dependencia de aquello que le apasiona. Se da también una tensión entre placer y dolor, entre felicidad y sufrimiento, en el sentido de que el sujeto pasional encuentra su felicidad o, al menos el cumplimiento de su destino, en el padecimiento que su pasión le proporciona. Lo que el sujeto pasional ama es precisamente su propia pasión. Es más, el sujeto pasional no es otra cosa y no quiere ser otra cosa que pasión. De ahí, quizá, la tensión que la pasión extrema soporta entre vida y muerte.

La pasión tiene una relación intrínseca con la muerte, se desarrolla en el horizonte de la muerte, pero de una muerte que es querida y deseada como verdadera vida, como lo único que vale la pena vivir y, a veces, como condición de posibilidad de todo renacimiento.


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